Si Rulfo estuviera vivo

Si Rulfo estuviera vivo

01 Diciembre 2016

Vivian Lavín se refiere al discurso de aceptación del Premio de Lenguas Romances 2016, pronunciado por su ganador, el escritor rumano Norman Manea, en el marco de la FIL de Guadalajara.

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Si Juan Rulfo estuviera vivo, no habría podido visitar Chile, como lo hizo exactamente hace 50 años, a fines de noviembre de 1966. El autor de dos libros fundamentales de la literatura mexicana, El llano en llamas y Pedro Páramo, habría estado en la celebración de los 30 años de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. No habría tenido que ir hasta lo más recóndito de nuestra geografía continental a entusiasmar a autores chilenos para que asistieran al II Congreso de Escritores Latinoamericanos, porque los encontraría en su natal Jalisco, en la más grande fiesta literaria de la lengua castellana desde hace tres décadas.

Si Juan Rulfo viviera, el sábado último de noviembre, habría estado en el amplio estrado junto Norman Manea, el escritor rumano y ganador del Premio de Lenguas Romances 2016, reconocimiento que nació, sin embargo, con su nombre: Premio Juan Rulfo. Adicionalmente, su presencia habría sido vital para aumentar el número de escritores de la testera en la inauguración de una Feria del Libro que consideró a más de 17 autoridades, la mayoría políticos y del género masculino.

De haber estado Rulfo allí, de seguro que Mario Vargas Llosa lo habría mirado de reojo cuando de labios de los oradores se pronunciaron las condolencias para el pueblo cubano por la muerte de Fidel Castro. Con una levísima y casi imperceptible sonrisa, el Premio Nobel de Literatura se habría acercado al oído de Rulfo y le habría dicho, te acuerdas Juan, cuando éramos unos ridículos?, aludiendo en clave a ese momento de la historia que los marcó a ambos y a toda una generación de escritores e intelectuales, entre los que se encontraba Julio Cortázar, Simone de Beauvoir, Susan Sontag, Jean Paul Sartre, Octavio Paz y muchos más que se manifestaron en contra de lo que se llamó "el caso Heberto Padilla". Aquél escritor cubano que alzó la voz en contra de Fidel y de su régimen, atrevimiento que pagó caro con su detención por la fuerzas de seguridad cubanas y que remató con una humillante retractación pública, llamada Autocrítica. Un hecho fundamental para la intelectualidad latinoamericana, estableciendo para siempre la toma de posición entre quienes estaban a favor o en contra de Fidel, al punto de ser tildados, estos últimos, de "los ridículos", como lo retrata Jorge Edwards en su libro Persona non grata. Y es que el fallecimiento de Fidel Castro en las vísperas de la inauguración de la versión número 30 de la FIL estalló como una bomba silenciosa, que obligó a sus oradores a incluir en sus ya dilatados discursos, a última hora pero con suma precisión, al menos un párrafo sobre la muerte del Comandante. Una noticia que los sorprendió pero para la que estaban suficientemente premunidos con un escritor rumano víctima de los totalitarismos y una invitada de honor tan categórica como América Latina que, por cierto, incluye a Cuba.

El discurso de aceptación del Premio de Lenguas Romance por parte de Norman Manea consistió en una semblanza crítica de la época en la que le correspondió vivir, fue un viaje al pasado, a ese siglo XX que sigue visitándonos de manera inesperada, aguándonos la fiesta aun en estos tiempos líquidos, en los que el combate no es a punto de fusil, como en la era de Fidel sino que a punta de clicks.

Su conferencia luego, en la Sala Juan Rulfo habló nuevamente de ese siglo feroz que atrapó entre sus garras a los judíos, entre los que se contaba Manea quien, con apenas cinco años, aprendió lo que era el exilio y el desarraigo. El rumano fue de los afortunados que pudo regresar a su Rumania natal y allí reencontrarse con su lengua materna. Tenía nueve años y le regalaron un objeto especial: un libro de tapas verdes sobre cuentos populares rumanos, historias que jamás había oído y que ahora tenía la posibilidad de leerlas por sí mismo. El hábito lo atrapó y se convirtió en un devorador de bibliotecas, las públicas en un comienzo con los clásicos rusos y luego las particulares, que habían escapado a la censura del nuevo régimen comunista que se había impuesto en Rumania.

Manea habla de manera cadenciosa y en una lengua tan distante como la rumana, pero reconocible en su fonética, en esa herencia grecolatina que permite seguir su pensamiento e ir atisbando ciertos significados por su parecido con el castellano, con el francés o el italiano, sin tener que invertir el orden de la oración ni de los adjetivos. Sin prisa, sus palabras dan cuenta de esa herida que en el siglo XX fueron las ideologías totalitaristas, la estupidez humana y los exilios forzados. Ese mundo bipolar que nos sumió en conflagraciones mundiales y que a Manea le significó una doble partida, esta vez a los 50 años. La lucidez e ironía con que relata de su testimonio vital hacen de él un escritor imprescindible para comprender los últimos 70 años de la historia de la humanidad desde otro territorio, desde otra lengua, que habla de las mismas desilusiones, quiebres y penurias.

Manea sabe de muerte y de seres horribles, y está atento a los pasos de otro monstruo grande que pisa fuerte y que nos ha invadido, sin armas pero con mayor mortandad y eficiencia. El rumano alerta sobre el asalto de la vulgaridad, como si se tratara de un ejército del tipo que aplastara a su nación bajo la dictadura de Ceacescesu, uniformado y casi universal, que tiene al mundo anestesiado por la frivolidad y un pensamiento globalizado fútil.

No estuvo Rulfo para recibir a Manea y a los más de 600 escritores de toda América Latina, pero sí su gente, la misma que él retrata con tanta tristeza y que hacen de la FIL de Guadalajara una alegre fiesta en un territorio de resistencia cultural.