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Orientación sexual, derechos e historia
Orientación sexual, derechos e historia
Mientras no exista la voluntad de abrir el matrimonio a otras formas de familias que no sean las heterosexuales, no habrá respeto por la diversidad, no habrá libertad ni justicia y menos igualdad ante la ley, así de simple y de obvio.
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authenticated userpor Emma de Ramón. Doctora en Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, activista LGTB.
Vale la pena, de
vez en cuando – lo recomiendo con insistencia a nuestros políticos‑, releer
algunos documentos fundantes de nuestra convivencia civil. Fiel a este
principio, hace unos días retomé la lectura de la “Declaración Universal de los
Derechos Humanos” de la ONU de diciembre de 1948. Como se sabe, este
documento fue la culminación de una serie de proclamas en torno a la igualdad
que venían desarrollándose desde el inicio de las revoluciones burguesas de
fines del siglo XVIII, y consecuencia directa de las persecuciones políticas y
raciales ocurridas durante la Segunda Guerra Mundial y de los movimientos
sociales y corrientes socialistas presentes en Europa y en América desde
mediados del siglo XIX en adelante. Así, frases como “el advenimiento de un
mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten
de la libertad de palabra y de la libertad de creencias”, dan cuenta del
ambiente de esperanzas que los representantes ante la ONU tenían al momento de
adoptarla.
Leída 63 años
después de firmada, queda en evidencia la utopía de muchas de sus afirmaciones:
aquella liberación del temor y la miseria no ha sido tal, como tampoco lo ha
sido la ufana pretensión de los Estados que la suscribieron (entre los cuales
estaba el nuestro), de asegurar “el respeto universal y efectivo a los derechos
y libertades fundamentales” de las personas.
Aunque nuestra
Constitución Política hizo suyo el primer artículo de la Declaración, indicando
que “las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos” y reafirmó
este principio en los párrafos siguientes con frases como “el Estado está al
servicio de la persona humana… para lo cual debe contribuir a crear las
condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno… su mayor realización
espiritual y material”, todos sabemos que aquello, en muchos sentidos, son
palabras sin sustancia. Todavía más, nuestra Constitución agrega que el deber
del Estado es “dar protección a la población y a la familia, propender al
fortalecimiento de ésta” y, lo más sorprendente de todo, “promover la
integración armónica de todos los sectores de la Nación y asegurar el derecho de
las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional”.
Desde mi perspectiva de víctima de la discriminación por orientación sexual,
todas estas declaraciones no son otra cosa que palabras vacías.
Observemos el
asunto con detención: en las sociedades tradicionales ‑es decir, aquellas
plenamente vigentes en Occidente antes de la Revolución Francesa‑, el orden
social se consideraba externo a las personas: era un orden jerárquico
establecido por Dios (es decir, a-racional) y, por ende, natural. Los
privilegios de unos frente a la subordinación de otros, se consideraba parte de
un orden superior, inmanente e inmodificable.
En las sociedades
modernas –es decir, aquellas establecidas en occidente después de la Revolución
Francesa ‑, la racionalidad sustituyó al orden inmanente, es decir, la cultura
a la naturaleza. Como, en teoría, la racionalidad es común a todas las
personas, entonces esta facultad las iguala y las plantea equitativamente
frente al contrato social que todos establecemos con el Estado. Por eso, esta
declaración, como las anteriores, enfatiza los derechos de los ciudadanos como
derechos universales e indivisibles. En una sola frase “todas las personas
deben disfrutar de todos los derechos al mismo tiempo”. Porque la igualdad se
relaciona con la justicia… toda persona es igualmente digna y, por tanto, debe
tener los mismos derechos frente al Estado. Y ambas, igualdad y justicia,
corren también en paralelo con la libertad, libertad que la Declaración
describe en la frase “libertad de palabra” y “libertad de creencias” a que nos
referíamos. Esto es, el derecho a tener por ciertas algunas cosas, como la fe
religiosa, un sistema de valores, las interpretaciones que cada uno hace del
mundo; es decir, creer en algo y expresarlo son los principios de la libertad,
según la Declaración.
Palabras vacías,
o parcialmente vacías… Cuando el senador Hernán Larraín sostiene públicamente
que cada uno tiene derecho a vivir como quiera, todos nos maravillamos de lo
que ha avanzado la UDI y la efectividad de la promesa de campaña de la
coalición gobernante respecto a su disposición a revisar y legislar en la
llamada “agenda valórica”. Sin embargo, el legislador no dice nada nuevo de lo
que han manifestado los conservadores desde el caso Atala en adelante. Cito
textualmente la parte de la resolución de la Corte Suprema chilena respecto al
caso mencionado: “…tomar la decisión de explicitar su condición homosexual como
puede hacerlo libremente toda persona en el ámbito de sus derechos
personalísimos en el género sexual, sin merecer por ello reprobación o reproche
jurídico alguno…” En otras palabras, lo que se haga en la esfera de la vida
privada es un asunto personal, mismo argumento que hoy se desempolva a
propósito de la ley de parejas: el senador y su partido reafirman el tema de la
libertad de creencias o de conciencia que es lo mismo. Perogrullada, caro está
¿quién me va a impedir pensar como quiera y vivir como quiera?
Ni aún las más
brutales dictaduras han podido impedir que alguien piense o crea lo que le
venga en gana; han asesinado a los disidentes, muchas veces de maneras
cruelísimas, pero nunca han logrado impedir que la gente crea lo que quiera. Lo
mismo ha hecho la cultura occidental y los Estados en su nombre, desde que se
tiene memoria con los homosexuales. Vejaciones de todo tipo, encarcelamientos,
torturas, asesinatos. Porque lo que cualquier tirano puede impedir fácilmente ‑y
aquí está el punto‑, es la expresión de las creencias. Así, la censura y la
persecución a nuestro modo de vida se esconde detrás del chiste cruel y
sistemático, de la mirada despectiva del vecino, de la restricción a la
expresión del afecto en las disposiciones legales que sancionan las “ofensas”
al pudor, moral y buenas costumbres (art. 373 del Código Civil), la
persecución, el castigo (el despido del trabajo, la expulsión del liceo) y el
homicidio que nunca se investiga porque, al fin y al cabo, bien muertos están
por maricones. Es decir, la institucionalización soterrada o explícita de la
discriminación hacia las personas que tenemos una orientación sexual distinta o
una identidad de género distinta. La discriminación también se esconde detrás
de la ley de parejas que defiende el parlamentario.
En este caso, la
censura es menos burda y por eso se ve menos, tanto así que he escuchado apoyar
la ley de parejas a muchos miembros de nuestra comunidad. En la mente de los
legisladores se diseña una figura jurídica carente de valor institucional, un
mero contrato entre privados –inspirado en los contratos de sociedades de
responsabilidad limitada‑, que regula los intereses económicos de dos personas
que viven juntas. Para legitimar la expresión del amor de una pareja conformada
por personas del mismo sexo que garantice el respeto por cierto grupo de
lesbianas y gays –los que deciden vivir en pareja‑, se pretende generar una
institución especial. Es decir, señalar esa expresión como una forma de amor
secundaria que no merece la categoría plena de familia tal como “la naturaleza”
o Dios manda que sea una familia creyendo que esta organización social no es
cultural, como lo es, sino natural. Con ello se niega el derecho humano
fundamental de la igualdad y de paso, se consolida la discriminación, se
restringe la libertad de expresión plena de esta forma de vivir (y de amar) y
la protección que ésta demanda del Estado a pesar que homosexuales y lesbianas
formamos parte integral de éste.
En otras palabras
‑sin pretender vulnerar los principios de ninguna tradición cultural o
religiosa pues solo hablo desde la lógica racional que imponen a sus miembros
los Estados Modernos‑, mientras no exista la voluntad de abrir el matrimonio a
otras formas de familias que no sean las heterosexuales, no habrá respeto por
la diversidad, no habrá libertad ni justicia y menos igualdad ante la ley, así
de simple y de obvio. El Estado de Chile no cumple con la Declaración que firmó
hace más de medio siglo.